El estilo de vida de las personas determina de forma directa su relación con el entorno, en su esfera personal, profesional y social. Como nos movemos, qué comemos, qué consumimos en nuestro espacio de ocio, como nos comunicamos, etc. definen nuestra relación con el medio, dibujando una conducta medioambiental personalizada, que influye globalmente por la suma de seres humanos que habitamos el planeta, principalmente en los grandes núcleos urbanos.

Comencemos por analizar determinados estilos de vida aplicados a nuestra vida cotidiana:

1. Cómo nos movemos y trasladamos: una persona “sana y activa” tiende a incorporar en sus desplazamientos diarios medios de locomoción naturales: andar, bicicleta, patinete, patines, etc. Esto limita y reduce la dependencia de medios de locomoción mecánica, cuya propulsión mayoritaria sigue siendo a través de combustibles fósiles altamente contaminantes.

Pero tenemos que añadir los desplazamientos que hacemos dentro los edificios, donde una persona “sana” opta preferentemente por escaleras en lugar de los ascensores, traccionados por energía eléctrica, cuyo origen procede en un gran porcentaje de la combustión fósil y nuclear.

Así pues, podríamos concluir que una persona “sana y activa” es medioambientalmente más responsable y sostenible que aquellos de perfil sedentario, y paralelamente, las personas “sanas y activas” ahorran contaminación y costes en suministros para una sociedad altamente contaminada y endeudada.

2. Qué comemos: la composición de nuestra dieta encierra igualmente una carga importante de equilibrio o desequilibrio a nivel medioambiental. Lo que comemos nos nutre y nos ayuda a llevar una vida sana, pero las malas decisiones también nos pueden hacer enfermar gravemente. El tipo de alimentos que comemos, la cantidad y cómo se cultivan son clave para la supervivencia de nuestro planeta. El consumo desmedido de carnes procedentes de granjas de engorde animal dopado, inyectan en la salud de los consumidores, y en la propia explotación animal factores de desequilibrio e insalubridad realmente nefastos. Esto igualmente lo podemos trasladar al consumo actual de pescado, proveniente de granjas marinas o de sistemas de pesca nada respetuosos con el medio marino. Sin embargo, tampoco la producción mundial de vegetales y cereales presenta mejores condiciones en su relación con el medio ambiente; la producción intensiva con fertilizantes y agentes químicos potenciadores, junto a la selección genética de variantes resistentes comercialmente, agreden de forma letal a los ecosistemas agrarios, y condicionan enormemente la salud del planeta.

Si a estos argumentos de partida, sumamos los sistemas de preparación alimentaria de cuarta y quinta gama, a los que se añaden conservantes, aromatizantes y demás químicos que condicionan la salud de los consumidores, nos encontramos con un ejército de agentes que condicionan de forma determinante la sostenibilidad del planeta, y de alguna forma la de los seres humanos que habitamos todavía.

Ante esto, una persona “sana y activa” ¿cómo puede actuar? ¿Qué podemos comer? ¿Qué productos elegir para avanzar en sostenibilidad global?

Evidentemente, estamos todos inmersos en un ecosistema social que nos envuelve y condiciona la capacidad de elección y decisión, incluso a la hora de hacer la compra o decidir qué comer para conseguir alimentación sana y equilibrada, y de paso, mejorar nuestra relación sostenible con el futuro del planeta. Sin embargo, una persona “sana y activa”, de forma mayoritaria está optando en su dieta por decisiones que representan un primer paso en una línea de equilibrio saludable a nivel personal, y equilibrio corresponsable a nivel global, entre las que podemos destacar:

  • La cercanía de los productos y la compra: seleccionar para hacer la compra comercios cercanos evita la necesidad de utilizar medios mecánicos para ir al súper. Además si optamos por productos frescos del entorno, evitaremos el consumo de productos transportados de territorios muy lejanos, lo que significa contaminación y adición de agentes conservantes químicos.
  • Transformar nuestra dieta reduciendo el consumo de carnes y lácteos, no sólo mejora nuestra salud general (peso, colesterol, etc.) sino que puede reducir la sobreexplotación que actualmente pone en riesgo ecosistemas y produce enormes bolsas de contaminación.
  • Optar por alimentos reales frente a los productos precocinados y preparados para conservación y consumo de larga caducidad, supone una mejora directa en factores que inciden en la salud de las personas (a nivel cardiovascular, hepático, renal y hormonal). Pero a su vez, la reducción de consumo de estos alimentos preparados supondría un ahorro determinante en plásticos y envases de distinto material altamente contaminante, culpables de las enormes bolsas de residuos que asolan nuestros mares y nuestros campos.
  • Elegir bebidas naturales como el agua o los jugos de frutas, o incluso el vino o la cerveza en consumo moderado, nos podría ayudar a reducir la tasa de consumo de bebidas azucaradas y carbonatadas, cuyo consumo masivo combinado con “comida basura”, representa la mayor amenaza para un equilibrio saludable de nuestra sociedad (enfermedades metabólicas), y son los principales aportadores de botes metálicos y de plástico en forma de residuos no biodegradables.
  • Incorporar las frutas, verduras y cereales de forma principal a nuestra dieta, entendiendo no sólo las ventajas saludables que nos proporcionan a nivel personal, sino también las que aportan a nuestro medio ambiente; el cultivo de frutas, cereales y verduras aporta un intercambio saludable a nuestro ecosistema, muy distinto al efecto que producen los productos de origen animal, que contribuyen a alrededor del 60% de las emisiones de gases de efecto invernadero relacionadas con los alimentos. La carne y los productos lácteos son los elementos de nuestra dieta que mayores daños causan al clima y medioambiente en general.

En definitiva, una persona “sana y activa”, o mejor dicho, un estilo de vida “sano y activo”, puede reportar una contribución individual determinante en la búsqueda de una calidad medioambiental sostenible, que reduzca el deterioro progresivo del planeta que hemos conocido, y que asegure un futuro de mínimos a las nuevas generaciones. Cambiar nuestro estilo de vida no supone un cambio trascendental de vida, ni un sacrificio económico y social inviable. Es una decisión responsable a nivel individual o familiar que produce beneficios escalares si logramos “contaminar” nuestro entorno cercano. 

Piénsalo cada vez que tengas que hacer la compra de la semana o desplazarte por tu entorno…

Felipe Pascual